Obsolescencia programada

No sé si os habréis dado cuenta, pero 2015 está siendo devastador para las parejas. Y no lo digo yo, lo avala la multitud de rupturas que se arremolinan a mi alrededor. Algo está pasando. Los astros están en conjunción maléfica o la contaminación nos está volviendo gilipollas, pero aquí se cuece algo raro. Aunque, seamos sinceros, la culpa, como siempre, la tiene el sistema.

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Vivimos en sociedades caducas. Todo es efímero, frío y circunstancial. Hemos pasado de un modelo vital en el que la prueba-error era la manera de alcanzar la estabilidad, a uno en el que el cambio constante es el fin. La estabilidad ha muerto. Y no solo en el sentido económico, que es más que evidente, sino en todos los ámbitos de nuestra vida. Olvidémonos del trabajo único e indefinido, del amor hasta la muerte y de la hipoteca hasta la jubilación. Al igual que ocurre con los electrodomésticos, nuestras vidas están siendo reprogramadas para caducar por etapas. Y es que ahora, más que nunca, nada es para siempre. Hemos cebado tanto el ego, que ahora nos exige nutrientes con más frecuencia. Grita, famélico, que quiere más. Más amor, más emociones, más dinero, más realización personal, más estímulos, más novedades, más mundo por descubrir, más cultura que tragar. Más, más, siempre más. Esta insaciable hambre de la individualidad está siendo especialmente virulenta con las relaciones personales. Nunca es suficiente, todo se queda corto con rapidez y tenemos tantas cosas que consumir, aprender y vivir, que ya no tenemos tiempo para alimentar otro ser que no sea el propio. El ego ha tomado el control de nuestras vidas. Incluso nos parece lo más natural del mundo pensar únicamente en nosotros mismos. “Si no lo hago yo, quién lo va a hacer”, nos repetimos convencidos. Somos egoístas e individualistas hasta reventar (algunos más que otros) y no estamos dispuestos a desobedecer a Mr. Self. Pero si el invento que arrasa en el mundo es un artilugio que sirve para hacernos fotos a nosotros mismos sin la ayuda de nadie. ¿Qué mejor ejemplo de egocentrismo supremo?

Con este panorama, resistir en una relación que empezó en la juventud es casi un milagro. Y centro la pelota ya en las relaciones que se rompen cerca de los 35 años. Las necesidades pueriles e indefinidas de un jovenzuelo nada tienen que ver con las ya maduradas y mejor entendidas aspiraciones de un recién estrenado adulto. Que esa evolución coincida en tiempo y dirección con la de la pareja es prácticamente misión imposible. Cuando el ego crece, gracias a largos años de buena alimentación, decide por sí mismo que lo importante es satisfacer sus necesidades, tengan o no que ver con las del ego que tiene enfrente. Y así es como una relación que parecía que iba a durar para siempre, termina. Y no pasa nada. A otra cosa, chatos. Que la vida sigue y en el mar hay muchos peces y estar soltero es lo mejor del mundo. O eso nos decimos los unos a los otros para esquivar la soledad y dar la espalda al fugaz sentimiento de culpa y fracaso.

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Pero hay algo que merece especial comentario en este punto y es el drama femenino resultante de una ruptura en plena edad adulta. De nuevo, solteras y con el reloj biológico agitándose más que las maracas de Machín. Las que no queremos tener hijos, o por lo menos no está en nuestros planes más cercanos, no tenemos ningún conflicto. Podemos tumbarnos a la bartola en la hamaca de la soltería y dejar que el sol de la madurez y las cosas claras bañe nuestra todavía tersa piel. Las que sueñan con tener descendencia, en cambio, están en un aprieto. Muchas de ellas viven este proceso como una tortuosa “vuelta a empezar”. La cuenta atrás para encontrar al futuro padre de sus hijos se pone en marcha de nuevo. No merece la pena perder el tiempo con rolletes que no lleven a ninguna parte ni alargar el flirteo si no hay una clara predisposición al romance de larga duración. La angustia se apodera de ellas y en lugar de vivir el proceso de transición hacia la libertad y, por qué no en un futuro, hacia una nueva relación, lo sienten como una llamada de última hora para embarcar rumbo a la maternidad.

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Y yo me pregunto, ¿es necesario hacerse esto? ¿Por qué tanto sufrimiento y desesperación? Antaño, relación que empezaba y funcionaba, relación que se perpetuaba de por vida. Tenías hijos y pasabas el resto de tu vida criando y apaciguando el ego y sus ideas locas. Hoy, aguantar y resignarse son verbos que han desaparecido de nuestra conciencia de evolucionadísimos ciudadanos del siglo XXI. Satisfacción, placer, hedonismo, realización. Ese es el dogma del nuevo Yo.

Por eso creo que tenemos/debemos reconfigurarlo todo. Las relaciones, la maternidad, las prioridades… Nada de lo que conocíamos sirve en este momento. Si tienes 35 años y te acabas de quedar soltera, olvídate de buscar un padre. Busca lo que te haga feliz y si es tener un hijo, tenlo. Solo necesitas un buen pellizco y un chorrito de esperma. O busca un voluntario amigo. Y ahora es cuando los defensores a ultranza de la familia se me tiran al cuello. Pues bien, la familia es otra de las instituciones que más necesita ser reconfigurada. Será porque yo vengo de una familia nada convencional y he crecido con la inestabilidad relacional (que no afectiva), pero tengo clarísimo que lo importante no es quién y qué lazos forman una familia, sino los sentimientos que estos generan. Qué importa si el niño es fruto del amor de papá y mamá o solo de mamá, o de dos mamás, dos papás o un grupo de gente (en muchas tribus los niños son del grupo y todos se implican por igual en su desarrollo intelectual y emocional). Puede sonar excesivamente liberal y utópico pero creo que o abrimos nuestras mentes y empezamos a trazar nuevas rutas o vamos a ser profundamente infelices a causa de la frustración que supone no poder encajar en unos moldes que se fundieron hace años y ya nada tienen que ver con nuestra realidad actual. Son muchas las preguntas que hay que hacerse y las respuestas pueden ser chocantes e incluso dolorosas pero, ¿estamos dispuestos a evolucionar de verdad o solo al ritmo que nos dicten otros? Ahí lo dejo.

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