El amor no es lo que te contaron

El amor. Esa increíble sensación de que todo lo demás da igual. Una locura circunstancial que ciega hasta al más pragmático y descreído de los mortales. Esa dependencia que todo lo devora. Un loco que, caprichoso, viene y va y nunca pide permiso ni perdón. El atontamiento mental que inhabilita la lucidez y derrota el férreo individualismo del mayor defensor de la soledad. A todo el mundo idiotiza con su presencia y a todo el mundo desgarra cuando se va. Pero nos han enseñado que hay que perseguirlo a toca costa, a costa incuso de nuestra propia dignidad; que sin él nada tiene sentido. Pero mis, queridos conmarujos, a la mierda con lo que nos han enseñado.

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Si lo analizamos fríamente el amor no es más que la denominación que el ser humano le ha dado a una reacción química que se produce cuando dos personas se atraen físicamente. Porque no nos engañemos, todo empieza así. Algo en la apariencia de la otra persona llama tu atención y de pronto te resulta irresistible. Y entonces empieza el baile de seducción. ¿Y todo para qué? Para terminar fornicando como vulgares animales en celo. Porque no nos olvidemos, queridos, eso es lo que somos. Y toda la parafernalia que hemos montado alrededor no es más que el artefacto social y cultural que nos permite dar rienda suelta a nuestros deseos más primarios sin sentir vergüenza o culpa por ello. El coqueteo, los rodeos, las falsas negativas, las citas, las bodas, el matrimonio, la hipoteca y toda la mierda que durante siglos nos han hecho tragar, no es sino el precio que hemos aceptado pagar para poder seguir siendo animales en el fondo de nuestro ser. Todo lo que la supuesta evolución humana ha hecho es domesticar a la fiera, reprimir sus instintos primarios, tanto que se nos ha olvidado que nos son propios. Gracias a los tabús, al miedo y a inventos como la moral y la religión, el ser humano ha olvidado por completo que sentía esos impulsos. Es más, ha aprendido a desterrarlos y a lavarlos con la culpa. Ha supuesto que siempre fue monógamo, que nacemos con la orden de regalar un anillo para pedir matrimonio, que está escrita en nuestros genes, que es necesario que un señor con sotana dibuje en el aire una cruz para certificar nuestros sentimientos. Enmascarado lo más puro de nuestra esencia, solo nos queda seguir la norma y bajar a cabeza para encontrar el puto amor.

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El negocio del amor mueve millones. Y lo que más, la farsa del matrimonio. Todo funciona en favor de los intereses comerciales. Hasta renunciar al amor se ha convertido en una serie de transacciones: divorcios, psicólogos, fármacos, cafés con los amigos para desahogarse, copas para olvidar, compañía artificial para no llorar… Hoy ya todo es business. Y pobre del que intente romper la regla. El castigo será la marginalidad social, el afilado dedo índice apuntando en su contra, el hiriente cuchicheo hundiéndose en su nuca. Degenerado. Guarra. Pervertido. Salido. Zorra. Y todo por ser exactamente como el resto. Eso sí, sin miedo y sin la suela de la opresión aplastando su cabeza. El miedo, el maldito miedo. El principal motor de nuestras sociedades. En este caso, el terror a la soledad en un mundo cada vez más hostil. Pánico a sentirnos fuera del grupo. Y todo por una construcción cultural y social que dice protegernos y arroparnos, pero que en el fondo nos agrede con su tiranía y despotismo. El concepto de manada se nos ha ido de las manos.

¿Es la soledad la respuesta? Evidentemente no, aunque saber dominarla y sentirse a gusto en ella es fundamental para que el amor resulte de una elección y no como un simple parche en una dolorosa carencia. Hay otras maneras de enfrentarse al amor que no tienen nada que ver con el romanticismo. Amistad, deseo y renuncia. Esa es la fórmula de un relación que funcione. La clave está en encontrar el equilibrio entre las tres patas y en saber que nada es para siempre, que todo es efímero y circunstancial. Que cuando una de los tres pilares se venga abajo será el momento de juzgar y pensar si vale la pena seguir. Muchas veces el grado de renuncia es extremo y hay quien lo acepta porque sabe que es el precio que debe pagar para no estar solo, aunque ello suponga frustración y falta de oxígeno vital. Casi siempre la solución está en darle a la relación la libertad suficiente como para que mute de un estado a otro, como para que rompa con las puñeteras normas que nos han marcado a fuego en el córtex cerebral. Pero de nuevo aparece el miedo a ser tachado de la lista de normales (maldita normalidad). Y en ese momento, la desconfianza y los peores demonios de uno se hacen fuertes. No todo el mundo está preparado para vivir fuera del cercado.

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Pero es hora de reinventar el amor. De explorar otros límites. De marcar nuevas fronteras. De dejarlo fluir como verdaderamente brota. No como alguien nos dijo que debía hacerlo. Y mucho menos un centro comercial, una marca de perfume o una estúpida película. Y por favor, mis queridos conmarujos, no penséis que estoy en contra del amor. En absoluto. Solo digo que no lo quiero enfermo ni prestablecido ni, por supuesto, a cualquier precio. Lo quiero sano y puro, que venga y vaya a su antojo, sin prejuicios, sin presiones y en total libertad. ¿Acaso no es esa la mejor forma de hacer las cosas? A la mierda con San Valentín. Y viva la libertad.