Melodía del silencio.

“El ser humano es un ser social por naturaleza y el insocial por naturaleza y no por azar o es mal humano o más que humano”. Aristóteles. A pesar de la teoría filosófica, a la práctica, hay muchos seres humanos que prefieren la soledad. No como residencia definitiva, sino como una escapada recurrente. Pasar tiempo con uno mismo no solo aporta infinidad de conocimiento sobre la única persona que siempre estará contigo, sino que además inspira, relaja e invita a la reflexión. Estar siempre rodeado de gente supone un estrés mental y emocional que no todo el mundo tolera igual. ¿Pero cómo se alcanza la preciada soledad en un mundo de locos en el que la inactividad y el silencio son sinónimos de fracaso?

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Los que vivimos en una gran ciudad, perdonadme la expresión, lo tenemos bien jodido. Estar solo ya no es el resultado de una elección, sino de una lotería. Se tiene la suerte de poder estar solo o no se tiene. Pero desde luego, no es algo que uno pueda escoger. En las grandes ciudades, el silencio ha sido desterrado para siempre, pues la nueva banda sonora de la soledad ha venido para quedarse: el ruido de fondo. Ese rumor que nos acompaña las 24 horas del día. Va mutando en función de donde nos hallemos, pero nunca desaparece. Las calles están siempre atestadas de gente. Algunos barrios de una ciudad como Barcelona, directamente, son impracticables. Escuadrones de guiris lo invaden todo. Compartimos aceras, comercios, restaurantes. Y cedemos espacio vital, ese lugar remoto casi extinto. Somos más, muchos más, y el espacio disponible sigue siendo el mismo. Caminar por el centro sin ser arrollado por la masa es misión imposible. Y, por supuesto, nadie pide disculpas, nadie mira atrás, a nadie le importa estar violando la propiedad privada de tu espacio personal. Pero el tema de la educación, o la ausencia de esta, da para otro post.

En las oficinas todo es común. Las salas son diáfanas, los despachos ya no se llevan y las reuniones ahora son informales y se organizan en cualquier parte. Las conversaciones telefónicas ajenas usurpan otro de los espacios sagrados, el de la concentración. Las posaderas de los compañeros de trabajo no tienen ningún reparo en descansar sobre una mesa en la que a escasos centímetros hay una persona que intenta hacer su trabajo. No, tampoco aquí estás solo.

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En el metro, en el autobús o el tren, espacios antaño idóneos para la meditación, la lectura o el descanso, ahora solo hay voces extrañas que llenan la menospreciada nada auditiva. El agujero negro de las llamadas de teléfono a pleno a pulmón se lo traga todo. La música favorita del que va en tu mismo vagón se convierte de un modo tiránico en la tuya. La gente airea sus trapos sucios sin pudor alguno. El silencio es solo un recuerdo. La intimidad, una utopía. Bienvenidos a la era de la pornografía sonora.

En el gimnasio, después de un duro entrenamiento, tampoco habrá paz para los agotados. El hilo musical grita y se cuela en la ducha contigo. Solo el ruido ensordecedor del secador de pelo industrial consigue relajarte. Qué ironía. Y por fin llegas a casa, tu templo sagrado de concordia y descanso, hastiado de estar todo el día rodeado de gente y de sus salvajes e infinitas emisiones sonoras. ¿Y qué te encuentras? ¿Tranquilidad? ¿Armonía al fin? No. Ruido y más ruido. Otros emisores, otras frecuencias pero, al fin y al cabo, la misma perturbación. No vives solo y lo sabes. Convives con la inquietante televisión de tu vecina, con la música furiosa del adolescente de abajo, con el chillido agudo de las sillas de la señora de arriba. De noche, ya en la cama, sigues escuchando el rumor lejano de los coches y el lamento perdido de un niño que no quiere dormir y una conversación que se cuela amortiguada por el ínfimo y risible muro que separa tu alcoba sagrada de la alcoba sagrada vecina. No, aunque nadie te ayude a pagar el alquiler, no vives solo.

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La soledad y el silencio que conocíamos se han convertido en preciados tesoros, difíciles de hallar, imposibles de conservar. La nueva soledad pasa por unos buenos auriculares y una banda sonora suave que te aísle, anodina pero efectiva. Benditas playlists con pajaritos y fuentes y olas del mar y cuencos tibetanos. El descanso nocturno de los más susceptibles, entre los cuales me hallo, depende por completo de dos trozos de silicona. ¿Es este el precio que debemos pagar por vivir y trabajar en una gran ciudad? ¿Este es el castigo que nos autoimponemos como ciudadanos de una capital? Perder por completo la intimidad es un precio, quizás, demasiado elevado. No volver a tener nunca una cita a solas con uno mismo. No escuchar el silencio. No disfrutar del adormecedor murmullo de la paz auditiva. No os extrañe, mis queridos conmarujos, que cuando este placer exquisito del silencio pueda envasarse, lo vendan en tiendas gourmet solo al alcance de los bolsillos más hondos, porque hoy, desde luego, ya es una reliquia.

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