Revisión de las etiquetas.

El mundo se ha vuelto una enorme base de datos y los seres humanos una cantidad indecible de parámetros, fríos y anodinos. Huecos. Ya no somos personas, somos espacios en blanco siendo completados en nuestros diferentes perfiles. El verbo SER ya no es relevante. Lo que mola es ESTAR y PARECER. Ya no celebramos cumpleaños. Ahora hacemos #Party, #FriendsNight, #Mis30… Podemos resumir nuestra existencia con una buena foto, una descripción de mi persona en tres líneas y una etiqueta que me envíe directo a uno de los preestablecidos cajones vitales que tanto nos gustan. El mundo, su gente y las relaciones que se establecen se han vuelto superficiales e insulsos. La vida es virtual y los estados o eventos, circunstanciales. Ya nada es cierto y cualquier cosa puede explicarse en 140 caracteres.

Una de las bendiciones del siglo XXI, sin duda, son las redes sociales. ¿Qué hacíamos antes de su existencia? ¿Cómo nos relacionábamos? ¿Acaso osábamos a hablarnos a la cara? Tremendo dislate. Nos mirábamos y nos lo decíamos todo con la mirada. Con lo fácil que es poner un emoticono sonriente… Las redes sociales se han convertido en el nuevo ente superpoderoso. A través de ellas nos relacionamos pero también nos informamos, nos divertimos, encontramos trabajo e incluso pareja. A día de hoy, lo son todo. Y las etiquetas se han convertido en nuestra herramienta predilecta, la más útil, la que nos facilita la existencia mediante la síntesis. Intereses, preferencias, datos de contacto, inclinaciones religiosas, sexuales o políticas. Absolutamente todo cabe en una sencilla etiqueta. Y en eso se ha convertido una persona, en una palabrita mágica que ahorra horas de profundidad explicativa.

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Las etiquetas han existido siempre. No habían sido virtuales hasta ahora, pero siempre nos han servido para clasificar a la gente. Ahora, además, las utilizamos para encasillarnos a nosotros mismos, física y virtualmente. Pero, ¿a qué responde esta obsesión clasificatoria? Claramente al miedo. El pánico a la inseguridad que nos genera lo desconocido es lo que nos crea la necesidad de saber y de archivar la información adquirida para futuras experiencias similares. No saber es angustioso, ahora más que nunca. Al igual que lo es no encajar. Y he ahí el segundo motivo. Necesitamos saber que otros comparten la misma etiqueta que nosotros, aunque su realidad seguramente no tenga nada que ver con la nuestra. En la era de la conexión, la desconexión es absoluta y cualquier detalle cuenta, aunque sea una palabra. Necesitamos trazar la línea entre lo que somos y lo que no. Eres hetero, gay o bisexual. Dios te libre de no saber en qué bando militas. Somos de izquierdas, de derechas o de centro. O independentistas, que es mucho peor. Nos gusta el rock, el pop o la electrónica. Somos pareja, rollo o solo amigos. No saber a qué atenerse con la otra persona puede ser un verdadero infierno. No hay espacio para las sorpresas. Si te cuelgas la etiqueta de mujer moderna, se presuponen una serie de cosas. Si eres madre, otras. Y así  hasta el infinito. Las etiquetas nos anticipan cómo será la persona y nos alivian la angustia de lo ambiguo, pero también generan una enorme frustración, pues generan expectativas y, obviamente, decepciones. Aquello que pensábamos que sería afín, resulta no serlo tanto. Y todo porque hemos vuelto a la época del blanco y negro. Los grises dan miedo y los interrogantes, pavor. Se está perdiendo la magia de la indefinición, el misterio de lo enigmático. Si hasta ser normal tiene ahora una nueva etiqueta. Lo leía el otro día en PlayGround, tras la caída en picado de los hipsters, llega el normcore, o lo que es lo mismo, la moda de pasar de la moda. (El alegre uso de la palabra “normal” da para otro extenso post, pero eso otro día).

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Nada escapa ya a la síntesis que azota nuestras vidas. Las etiquetas solo vienen a confirmar la superficialidad de nuestra existencia y la brevedad de nuestra atención. Ya no aguantamos leer un texto de más de dos párrafos. Nos parece largo. Ya no vemos un vídeo en YouTube de más de dos minutos. Nos resulta insufrible. Ya nadie habla más de cinco minutos seguidos sin mirar el móvil. ¿Cómo coño lo hacíamos antes? Y, por supuesto, a nadie le interesa detenerse a profundizar en una persona compleja, es mucho más fácil revisar sus etiquetas y hacerse una idea rápida. Por desgracia, esas palabras que lo resumen todo se han vuelto imprescindibles, pues nos hemos vuelto inútiles, ciegos, incapaces de ver en la oscuridad del eclecticismo. Que alguien dé la luz, por favor.