Camino a la imbecilidad
Donde dije digo, digo diego. Y es que hace tiempo alababa las virtudes de redes sociales como Twitter. Pues bien, me desdigo. No solo es imposible abarcar todo lo que las nuevas tecnologías pueden ofrecernos sino que nos están volviendo gilipollas. Tener cuenta en Facebook se convirtió en un emocionante reto hace unos añitos (no tantos). Luego llegó Twitter y abrió las puertas de la información global; y ya teníamos los blogs y la democratización del libre pensamiento, Flickr y la galería de arte pública… Pero ahora, ya no eres el más in de los más cool si no tienes Pinterest, Instagram, Google + y doscientas mil chorradas más que van apareciendo a diario. Y es que es imposible estar al día de todo lo que acontece en el mundo de las aplicaciones, las redes sociales y la tecnología en general. Conocer las últimas tendencias tecnológicas requiere una inversión bestial de tiempo y esfuerzo. No solo hay que comprender cómo funciona la herramienta en cuestión, sino que además hay que integrarla dentro de nuestros quehaceres diarios. Cuando ya tienes todo tu plan social y tecnológico montado, llega una nueva aplicación y te descoyunta toda tu organización. Por no hablar del estrés que supone mantenerse informado de absolutamente todo para que no quedarse atrás. Cuando trabajas en comunicación y estás rodeado de esnobs en su versión más techi, te sientes un completo inútil cuando todos se ponen a hablar de Google+ Hangouts y tú todavía estás intentando desentrañar los misterios de la biografía de Facebook. Te miran como si acabaras de bajar de un DeLorean procedente de los años sesenta. Tú pones cara de pedo y empiezas a pensar en qué cenaras esta noche: hamburguesa o Frankfurt? Me rendí. Pasaba días intentando empaparme de todas las aplicaciones y redes sociales nuevas que iban emergiendo cual bolet en otoño. Sinceramente, el esfuerzo no merece la pena. ¿Qué pasa si no tengo Pinterest? ¿Seré lapidada públicamente si nadie me sigue en Instagram? ¿Caerá sobre mí un rayo exterminador si no actualizo el estado de Facebook en una semana?
Por otro lado, y no menos importante sino todo lo contrario, esta obsesión por destacar y ser popular onlinemente (palabro que me acabo de inventar) nos está volviendo completamente imbéciles en el mundo offline, es decir, el de verdad, el real, donde suceden las cosas, por donde ya casi ni nos dejamos caer. Cuando hablo de imbecilidad me refiero al alelamiento, a la escasez de razón, a la perturbación del sentido; no a la imbecilidad más popular, que esa abunda on y offline. Y es que estamos tan preocupados por mantener una vida activa en las redes sociales que no tenemos tiempo para la real. Si nos vamos de vacaciones y no colgamos las fotos del viaje, es como si no nos hubiéramos ido. Si me lo paso de puta madre una noche y no lo cuelgo en mi muro es que en realidad no fue tan estupenda la fiesta. Si hago un comentario chorra y nadie me lo comenta es que no tengo amigos. Por favor, basta. Una cosa es aprovechar las posibilidades que las nuevas tecnologías nos brindan y otra muy distinta depender de ellas por completo, valorar nuestra existencia en base a los mensajes recibidos, los iconos de Whatsapp y los likes de Facebook. Si te sientas a tomar una cerveza en cualquier bar, verás las mesas llenas de grupos de gente manteniendo conversaciones duales: la real y la del smartphone. La gente ya no mata el tiempo muerto disfrutando del silencio, la soledad u observando a su alrededor. Cuando se produce una pausa en nuestro día, el movimiento es instintivo: sacamos el smartphone y consultamos las redes sociales. Pero si tenemos que identificar a la gran bestia, el origen del mal, el satán de las redes sociales, ese es Whatsapp y sus putos grupos. Maldita la hora en que alguien tuvo esa idea sentado en la taza del wáter, porque semejante mierda solo puede parirse en dicho escenario. ¿Para qué perder el tiempo tomando una cerveza entre amigos para organizar una fiesta, si podemos hacerlo desde el sofá mientras buscamos petróleo con la mano que nos queda libre? Eso sí, el número de horas de tu batería será proporcional al grado de actividad social de los miembros del grupo. Prepárate para poner tu día en modo vibración constante. Cuando el puñetero grupo tiene una finalidad, aún tiene un pase, porque cuando termina dicho evento, te largas y adiós muy buenas. Pero cuando son grupos permanentes, eso sí que es terminal. Acabará con tu batería, con tu paciencia y es posible que con alguna amistad. Lo más gracioso es cuando decimos, yo la primera: “Uy, es que si me roban el móvil me hacen un desgraciado”. ¡Nos ha jodido! Entonces la humanidad lleva puteada desde hace más de cien mil años. Esa es la trampa: la falsa necesidad, la creencia de que si no nos unimos a esta vorágine tecnológica seremos unos parias, unos analfabetos, unos incultos. No, amiguitos del progressive, en eso es en lo que nos estamos convirtiendo, en auténticos retrasados emocionales, en seres multitasking incapaces de concentrarse en una sola cosa, en entes solitarios que se valoran unos a otros por las pulgadas de su smartphone y no por su inteligencia emocional.
Y digo todo esto desde el profundo conocimiento de mi propia enfermedad: la virtualitis, esa que nos empuja a gritar a los cuatro vientos que hoy no tenemos un buen día, o que ya hemos cogido vacaciones o a darle un like casi de forma automática a un freak que se denigra en público a través de su webcam. Como decía antes, cuando trabajas en comunicación la presión por ser el enterado del grupo es mucho mayor (yo hace tiempo que deje de aspirar a ello). Pero luego te das cuenta de que ese frikismo supremo solo existe a ese nivel en determinados sectores profesionales y sociales, que la mayoría de la población ni sabe lo que es Hangouts ni le importa un rábano cómo funciona. Y entonces te tranquilizas y piensas que si durante tantos años la gente ha sobrevivido sin el double check, el botón de compartir y sin los filtros de Instagram, tú también podrás ahorrarte según qué gilipolleces.
Y dicho esto, voy a compartir este post en mis redes sociales.
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